Hubo una vez un rey en la India que quería ver a Dios. Sabiendo que su primer ministro era un hombre muy erudito, le mandó llamar y le preguntó:
—¿Me puedes mostrar a Dios y decirme qué hace? A pesar de su todo su conocimiento, en ese momento el ministro no supo qué responder, por lo que pidió al rey tres días de plazo para pensarlo. El rey accedió, pero le advirtió que si la solución no le satisfacía, dejaría de confiar en él. Una vez en su casa, el ministro buscó entre sus libros con la esperanza de encontrar una respuesta a la pregunta del rey, pero después de dos días no había conseguido nada. Advirtiendo el modo en que su padre se lamentaba en su biblioteca, su hijo de cinco años se acercó a él y le preguntó:
—¿Por qué estás triste, papá?
—No consigo encontrar una respuesta apropiada a una pregunta que me ha hecho el rey, y si no lo logro perderé su confianza.
—¿Qué pregunta? —inquirió su hijo.
—Tú no lo entenderías, hijo mío. No te preocupes. El niño insistió tanto, que al final el ministro se lo contó todo.
—El rey quiere ver a Dios y saber lo que hace. He buscado en todas las escrituras, pero no encuentro ninguna respuesta convincente. El pequeño sonrió dulcemente y dijo:
—Es muy fácil. Cuando vayas mañana a palacio, dile al rey que la respuesta es tan sencilla que hasta tu hijo pequeño la conoce. El primer ministro lanzó a su hijo una mirada escéptica, pero este insistió.
—No te preocupes papá; te prometo que no te defraudaré. Era tal su desesperación, que al ministro no le quedó más remedio que aceptar la propuesta de su hijo. Cuando a la mañana siguiente fueron juntos a palacio, el rey los recibió y preguntó de nuevo a su ministro:
—Querido ministro, ¿me puedes mostrar a Dios y decirme qué es lo que hace? El ministro respondió humildemente:
—Majestad, la pregunta es tan sencilla, que hasta mi hijo pequeño conoce la respuesta. Sorprendido, el rey se volvió hacia el pequeño y le dijo:
—Muy bien, ¿puedes tú mostrarme a Dios y decirme qué hace?
—Majestad, para ello necesitaría una jarra de leche —respondió el niño. Aunque al rey le extrañó aquella petición, hizo que la trajeran. Poco después, el pequeño preguntó:
—Majestad, ¿hay mantequilla en esta leche?
—Por supuesto que hay mantequilla en esa leche —declaró el rey tras pensarlo unos instantes.
—¿Me la puede enseñar?
—Sí —respondió el rey—, pero para poder ver la mantequilla primero hay que batir la leche.
—Exacto —dijo el pequeño—. También para poder ver a Dios hay que seguir un proceso. Sin un proceso de práctica devocional no podemos ver a Dios, igual que no podemos ver la mantequilla si no seguimos el proceso de batir la leche. Cuando seguimos ese proceso divino, Dios se manifiesta ante nosotros. El rey se mostró encantado con aquella maravillosa y lógica explicación.
—¿Y puedes decirme qué hace? —le preguntó.
—Me está haciendo preguntas como si usted fuera un estudiante y yo fuera su maestro —observó el niño—, pero su majestad está sentado en un trono y yo estoy sentado en el suelo. Por educación, su alteza debería adoptar la posición más humilde y yo debería estar sentado en la posición más elevada. Dándose cuenta de la verdad de las palabras del pequeño, el rey se levantó del trono y se sentó en el suelo. El niño subió entonces al trono y añadió:
—Esto es lo que Dios hace. Dependiendo de los resultados de nuestras actividades, unas veces nos sitúa en una posición superior y otras en una inferior, por eso a veces nacemos en una familia acomodada y otras en una familia humilde. Dios hace que tengan lugar estos cambios dependiendo de la vida que hayamos llevado. El rey estaba tan satisfecho con aquellas respuestas, que las proclamó por todo el reino y colmó de valiosos regalos al primer ministro y a su hijo.
Srila Narayana Maharaja - El despertar de la conciencia
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