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miércoles, 12 de enero de 2011
¿VIVIR DESDE DENTRO? ¿VIVIR DESDE FUERA?
Todos somos conscientes de que la complejidad y abundancia de los estímulos que interpelan al ser humano pueden suponer una seria dificultad para mantener viva la capacidad de interiorización. También la velocidad que han imprimido en el mundo las nuevas tecnologías crea un contexto en el cual el hombre no acaba de saber desenvolverse sin sacrificar, hasta un punto antropológicamente peligroso, sus vivencias individuales —que requieren un tempo indiscutiblemente menos acelerado—.
La frase: Hemos dejado de vivir "intensamente" hacia dentro para vivir "extensamente" hacia fuera (P. Lersch) contiene un lúcido resumen de este problema. Es fácil entender que el pudor no signifique nada para quien se mueve en un universo externo despojado de su carácter de ventana a un universo más dilatado. Es fácil entender que el hombre, que ya no se reconoce en su unicidad insustituible y sagrada, acepte confundir su cuerpo con otros cuerpos que tampoco se le presentan como símbolos de una realidad más rica: un ánfora sólo se guarda como un tesoro cuando su contenido se venera como tal.
Así, el hombre actual, que experimenta este vaciamiento casi sin apercibirse del drama que protagoniza, no tiene reparo en convertir en público lo que pertenece de forma natural al ámbito de lo privado. Los sentimientos, las conmociones internas, los deseos más escondidos, los sueños más ocultos, todo se ofrece a la galería con una ausencia de pudor que no es voluntad de comunicación, sino reflejo de una extraordinaria pobreza de autoconocimiento y autovaloración.
El pudor no es, en absoluto, el seguimiento de una serie de normas sociales: es el veto que permite mantener en su dimensión sagrada el misterio de la grandeza humana; es la defensa ante un reduccionismo materialista; es la manifestación del propio respeto. Y, para muchos, es además el reconocimiento explícito de la grandeza del Creador.
Este es el discurso pronunciado por Martin Luther King
el dia que recibio el premio Nobel de la paz en el año 1964.
Hoy, en la noche del mundo y en la esperanza de la Buena Nueva,
afirmo con audacia mi fe en el futuro de la humanidad.
Me niego a creer que las circunstancias actuales hagan incapaces
a los hombres para hacer una tierra mejor.
Me niego a creer que el ser humano no sea más
que una brizna de paja azotada por la corriente de la vida,
y sin tener posibilidad alguna de influir en el curso de los acontecimientos.
Me niego a compartir la opinión de aquéllos que pretenden
que el hombre es, hasta un punto tal, cautivo de la noche sin estrellas,
del racismo y de la guerra; que la aurora radiante de la paz
y de la fraternidad no podrá nunca llegar a ser una realidad.
Me niego a hacer mía la afirmación cínica de que los pueblos irán cayendo,
uno tras otro, en el torbellino del militarismo,
hacia el infierno de la destrucción termonuclear.
Creo que la verdad y el amor sin condiciones tendrán la última palabra.
La vida, aun provisionalmente vencida,
es siempre más fuerte que la muerte.
Creo firmemente que, incluso en medio de los obuses que estallan
y de los cañones que retumban, permanece la esperanza de un radiante amanecer.
Me atrevo a creer que, un día, todos los habitantes de la tierra
podrán tener tres comidas al día para la vida de su cuerpo,
educación y cultura para la salud de su espíritu,
igualdad y libertad para la vida de su corazón.
Creo igualmente que un día toda la humanidad reconocerá en Dios la fuente de su amor.
Creo que la bondad salvadora y pacífica llegará a ser, un día, la ley.
El lobo y el cordero podrán descansar juntos,
cada hombre podrá sentarse debajo de su higuera, en su viña,
y nadie tendrá ya que tener miedo.
Creo firmemente que lo conseguiremos.
Juan Marin Alcaraz
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